Por una dieta digital: hábitos mediáticos saludables contra la “obesidad informativa”

Javier Serrano-Puche
Universidad de Navarra


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Resumen
En un contexto marcado por la hiperconectividad, hoy en día las personas corren el riesgo de que sus hábitos mediáticos deriven en “obesidad informativa”, debido a la dificultad de digerir toda la información que consumen, a menudo de escasa calidad y que les llega de manera incesante y por múltiples vías. Frente a ello, este artículo defiendela conveniencia de adoptar una “dieta digital”. Se exponen aquí algunos hábitos interesantes para alcanzar un buen consumo mediático, dentro del marco teórico de la “comunicación slow”.

Palabras clave
Consumo mediático, dieta digital, saturación informativa, hiperconectividad, desconexión digital.

Abstract
In our hyperconnected society, people´s media habits are at risk of becoming “Information obesity”, due to their difficulty to digest all the information they consume, which is often of poor quality and comes incessantly and by multiple ways. In response, this paper explores the benefits of having a “digital diet”. Within the theoretical framework of the slow communication, we expose some interesting habits to achieve good media consumption.

Keywords
Digital Diet, Information Obesity, Media Consumption, Hyperconnectivity, Slow Communication.

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1. INTRODUCCIÓN

A diferencia de épocas anteriores de la historia, no cabe duda de que en la actualidad la información no es un bien escaso. No en vano, es un lugar común denominar la era actual con el calificativo de ‘Sociedad de la Información”, pues la generación, el procesamiento y la transmisión de la información se han convertido en fuentes fundamentales de la productividad y el poder, debido a las nuevas condiciones tecnológicas surgidas en este período histórico (Castells, 1997). Aunque el término no tiene una definición unívoca y suscita controversias (Trejo Delarbre, 2006: 31-73), es útil en la medida en que sirve para aludir al cambio de paradigma que, dentro de la era moderna, han experimentado las estructuras industriales y las relaciones sociales. De igual modo que la ‘revolución industrial’ conllevó a finales del siglo XVIII la superación de las sociedades esencialmente agrarias –y permitió el acceso generalizado a los bienes materiales producidos por otros– y, posteriormente, el advenimiento de la ‘sociedad postindustrial’ marcó el acceso general a los servicios prestados por los demás, la Sociedad de la Información surge por la capacidad general y casi ilimitada para acceder a la información generada por otros.

Esta extraordinaria abundancia de información es una ventaja para los ciudadanos –que tienen así más contenidos a su alcance, a menudo gratuitos e instantáneos–, pero también conlleva nuevos desafíos y puede acarrear algunos problemas de orden cognitivo o psicológico. Ya en 1970 Alvin Toffler alertaba por primera vez en su libro Future Shock de la sobrecarga informativa (information overload) como un perjuicio específico derivado de este nuevo contexto social, cuando el individuo carece de herramientas o habilidades para asimilar correctamente un volumen excesivo de información. Desde entonces, han sido numerosos los autores que de manera creciente han abordado la cuestión, ya sea definiendo el fenómeno en sí con diversas metáforas: “nube tóxica de datos” (Shenk, 1997), “torrente mediático” (Gitlin, 2005), “infoxicación” (Cornella, 2008), “infopolución” (Bray, 2008), “diluvio de información” (Gleick, 2011); “infoglut” (Andrejevic, 2013); ya sea enfocándose en “el lado oscuro de la información” (Bawden y Robinson, 2009), es decir, las patologías que dicho fenómeno puede causar en las personas: “tecnoestrés” (Brod, 1984); aburrimiento (Klapp, 1986); “ansiedad informativa” (Wurman, 1989), “síndrome de fatiga informativa” (Reuters, 1996), “sobrecarga cognitiva” (Kirsch, 2000), “obesidad informativa” (Whitworth, 2009), etc.

Aunque el nacimiento de la Sociedad de la Información es anterior a la popularización de Internet, es con el nuevo ecosistema digital cuando se hacen más patentes y complejos los retos y problemas que la abundancia informativa trae consigo. Como señala Mark Deuze (2012), hoy en día ya no vivimos “con” los medios de comunicación, sino más bien “en” los medios. El acceso a la información –que ha encontrado en la Red su principal escenario de desarrollo– se produce de manera constante y ubicua, gracias a la popularización de los dispositivos móviles (1). Por todo ello, resulta indispensable en esta “era de la hiperconectividad” (Reig y Vílchez, 2013) encontrar un modo eficaz de gestionar la avalancha de información a la que diariamente se enfrentan los ciudadanos.

Para ello, en las páginas que siguen, analizaremos primero cuáles son los rasgos socio-culturales y tecnológicos que configuran el tipo de consumo informativo distintivo de nuestra época. Eso nos llevará, a continuación, a presentar una propuesta de dieta digital, es decir, promover un uso crítico y provechoso de las tecnologías de la información mediante la adopción de algunos hábitos mediáticos saludables.

2. EL CONSUMO MEDIÁTICO FRENTE A LA SOBREABUNDANCIA INFORMATIVA

Como hemos señalado anteriormente, asistimos en nuestros días a una nueva configuración histórica en donde las tecnologías digitales adquieren un papel predominante. Autores como Lee Rainie y Barry Wellman (2012) califican los cambios que se han producido en las sociedades contemporáneas como una “triple revolución”, que tiene como ejes a Internet, las redes sociales y la comunicación móvil. Por decirlo con palabras de Lipovetsky y Serroy, “vivir es, de manera creciente, estar pegado a la pantalla y conectado a la red” (2009: 271). En este sentido, y sin ánimo de incurrir en el determinismo tecnológico, sí nos parece importante que una aproximación crítica a Internet como nuevo medio considere no sólo el contenido que éste puede ofrecer, sino también el medio en sí mismo; ya que éstos no son meros canales de información, sino que tienen cierta capacidad para modificar las percepciones y el proceso de pensamiento humano (McLuhan, 2009). La proliferación de pantallas –y con ellas la multiplicación del consumo informativo– está desplazando y reduciendo la importancia que tradicionalmente ha tenido el libro impreso en la adquisición y generación de conocimiento. En la era digital el conocimiento ya no es entendido como una serie finita de contenido preciso y fiable ordenado en repositorios, sino como un flujo, esto es, como una red de discusiones y razonamientos ilimitados (Weinberger, 2012). La propia información se ha convertido en un flujo continuo, afectando de manera central a las profesiones informativas, que han pasado de la periodicidad temporal como base de su tarea a tener que enfrentarse a la realización de “un periodismo sin períodos” (Martín Algarra, Torregrosa y Serrano-Puche, 2010) (2). Así pues, “en el nuevo mundo de la información, –apunta Pascual Serrano (2013: 124)– el producto nunca es definitivo, la precisión del contenido se deja a la interacción o al paso del tiempo. Y como nada está terminado, no se pueden valorar su calidad y su veracidad. El internauta no sabe si lo que está leyendo en su pantalla resultará desmentido o rectificado dentro de pocas horas”.

Cabe constatar, por todo ello, que una de las transformaciones más importantes que se derivan de la consolidación de las tecnologías digitales es la referente a la dimensión temporal. Las tecnologías digitales contribuyen a modelar –y al mismo tiempo son su mejor muestra– la ‘cultura de la velocidad’ propia de la era actual (Tomlinson, 2007; Poscente, 2008). Han provocado una aceleración sin precedentes de la percepción del tiempo, trayendo consigo cambios en los procesos de producción y consumo, la organización del trabajo, los estilos de vida o el modo en que el cerebro procesa la información (Carr, 2011). Asistimos a una inflación del ahora, un “presentismo” (Rushkoff, 2013) que también influye en el tipo de consumo mediático, en el sentido de que puede conducir a sobrevalorar lo que ocurre a cada instante y a estar deseoso de lo nuevo, de lo inmediato. “Somos ‘neofílicos’, hasta el extremo de superponer novedades triviales a informaciones más antiguas y valiosas”, como afirma Dolors Reig (2013: 27). Así como el libro impreso ayuda a centrar nuestra atención, avivando el pensamiento profundo y creativo, Internet fomenta el consumo rápido y distraído de pequeños fragmentos de información de muchas fuentes; y ofrece un tipo de estímulos sensoriales y cognoscitivos que son intensos, repetitivos, adictivos. Dicho de otro modo, la Red es un entorno que por sus propias características fomenta más bien una lectura somera, un pensamiento distraído y apresurado. Por eso, “encontramos dificultades para concentrar energía en la recepción de una información que profundice, porque nos hemos habituado al surfeo informativo” (Serrano, 2013: 35).

Otra coordenada social que nos ayuda a comprender cómo se configura el consumo mediático hoy en día es la constatación de que en las sociedades desarrolladas la atención de las personas es el recurso escaso por excelencia. Vivimos en la “economía de la atención” (Goldhaber, 1997; Davenport y Beck, 2001), donde todo el mundo compite por el tiempo de atención de las personas y eso lleva a una saturación de mensajes para ganarla. Una oferta amplísima de nuevos medios y soportes persigue a sus posibles usuarios a lo largo de todo el día y en cualquier lugar; hasta el punto de que “cada posible actividad imaginable que pueda realizar un ciudadano empieza a tener asociada una oferta de consumo de medios” (Núñez, 2007: 67). Así pues, dado que la tecnología permite enviar más información en menos tiempo y hay más agentes que emiten hacia los receptores potenciales, el “ancho de banda” de información que recibe la gente no para de crecer. Sin embargo, paralelamente cada vez más disminuye la cantidad de tiempo que uno puede dedicar a cada información que recibe. En definitiva, señala Cornella, el problema es que “ambas variables son inversas la una de la otra: a mayor ‘ancho de banda personal’, menor capacidad de ‘atención personal’” (2008: 21). Por eso, como veremos más adelante, conviene desarrollar estrategias y hábitos para reducir el ruido informacional que recibimos y gestionar de manera adecuada nuestra capacidad de atención.

Por cuanto hemos expuesto hasta ahora, afrontar la sobreabundancia informativa es uno de los mayores retos de la alfabetización digital. Tenemos acceso a volúmenes ingentes de datos, pero con frecuencia nos falta el contexto y la capacidad de interpretación. Como subraya Barranquero-Carretero, “el conocimiento no es sinónimo de acceso ilimitado o mayor circulación de información, sino de interpretación, comprensión crítica e incluso recreación de esa información dentro de un contexto espacial, temporal y cultural determinados”; y a este respecto “la velocidad de las redes y las nuevas plataformas tecnológicas no es siempre aliada de la generación de conocimiento verdadero. Al contrario, suele tender a la configuración de una conciencia fragmentaria, cortoplacista, irreflexiva y ahistórica” (2013: 429). No han perdido actualidad los célebres versos de T. S. Eliot de su poema Choruses from “The Rock” (1934): “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?”.

No hay duda de que el superávit de información por un parte trae grandes ventajas para los ciudadanos –que tienen así más contenidos a su alcance, a menudo gratuitos e instantáneos, y con ello pueden aumentar sus posibilidades de acceso a la información y al conocimiento– pero, por otra parte, exige de aquellos el discernimiento necesario para seleccionar la información más provechosa y poder dedicarle el tiempo pertinente, pues la acumulación de información de por sí no les hará más sabios. En este sentido, cabe constatar que la sobreabundancia informativa ha llevado a la gente a confiar más en sus contactos de las redes sociales, como filtro que dé sentido a esa abrumadora cantidad de información (Rainie y Wellman, 2012: 18). Es una respuesta lógica, dada la sociabilidad humana, que, sin embargo, puede tener un efecto colateral pernicioso. Si, para refugiarse frente a la estimulación informativa de miles de voces contradictorias, la reacción de las personas es la de “centrar la atención en unos cuantos medios afines y rodearse en las redes sociales de personas con las mismas ideas (…) [Vivimos el] peligro de que, en vez de una sociedad cohesionada, Internet nos transforme en islas encerradas en burbujas de convicciones, no en espacios abiertos de intercambio de ideas” (Doval, 2012). Es el nocivo “filtro burbuja” del que habla Eli Pariser (2011): la labor que realizan plataformas como Facebook o Google depersonalización de contenidos a la medida del receptor (a menudo sin que éste lo advierta), privándoles de una visión más holística e integradora de la realidad y la actualidad informativa.

Por todo lo anterior, asistimos a un panorama socio-tecnológico que fácilmente puede propiciar que el consumo mediático de los ciudadanos –al no lograr convertir la información en conocimiento– derive en lo que se ha llamado ‘obesidad informativa’ (Whitworth, 2009). De igual modo que la obesidad física no es simplemente el resultado del exceso de comida, la obesidad informativa no sólo se debe a la sobrecarga de información, sino también a problemas de fitness mental en el consumo informativo (entiéndase falta de habilidad o de criterio), a la escasa calidad de la información que se recibe y a la costumbre de consumir la información antes de haber juzgado correctamente su valor; lo cual es más frecuente entre quienes más tiempo están conectados a las tecnologías digitales. Como expondremos a continuación, para paliar estas “patologías” de la información es necesario un cambio de actitud respecto al consumo mediático. Siguiendo con la metáfora alimenticia, conviene emprender una   dieta digital (3) que, de igual modo que las dietas nutricionales, presentará siempre algunos elementos comunes, mientras que otros deberán ser personalizados, en función de los hábitos digitales y de la situación profesional y personal de cada individuo.

3. UNA PROPUESTA DE ‘DIETA DIGITAL’

Es indudable que la disponibilidad de información en tiempo real y la presencia envolvente de la tecnología en la vida diaria son realidades que, lejos de disminuir o desaparecer, irán a más. No obstante, sí está al alcance de las personas repensar su relación con ellas, siendo más conscientes y críticos con la forma y la cantidad de tiempo que le dedican. Por otra parte, el problema no es sólo la existencia de demasiada información, sino que es una cuestión de mayor alcance que está relacionada con la cultura de la velocidad imperante en nuestros días: hay, en general, demasiadas cosas que hacer, demasiada actividad (y poco tiempo para llevarla a cabo).

En este sentido, la dieta digital que aquí proponemos no se limita a un repertorio de medidas específicas para gestionar el torrente informativo, sino que también presenta una dimensión teórica: la voluntad de recuperar el señorío frente a la tecnología, sabiendo encauzar el enorme potencial de ésta para el enriquecimiento humano en el ámbito del conocimiento y la comunicación, e intentando contrarrestar las consecuencias de aquella cultura de la prisa –que se manifiestan de modo preminente en el entorno digital–: la gratificación instantánea, la hiperestimulación, la superficialidad o la multitarea, entre otras. Por eso, y como hemos escrito en otro lugar (Serrano-Puche, 2014), resulta sugerente la propuesta del movimiento slow (Honoré, 2004): reivindicar, también en lo que se refiere al uso de las tecnologías digitales, un estilo de vida más pausado, cuestionando cualquier aceleración que realmente no incorpore calidad a las diferentes actividades cotidianas. La premisa que sustenta esta filosofía no es la defensa de la lentitud por la lentitud, sino la necesidad de encontrar el ritmo temporal adecuado (4) a las características de las acciones y a las necesidades humanas, siendo conscientes de cómo invertir el tiempo y de qué ha de ser realmente merecedor de la atención.

Siguiendo a Ron Tolido (2012: 301), hay cuatro vías para alcanzar un mejor equilibrio en el uso de las tecnologías de la información; y que creemos han de ser la base de toda dieta digital:

a) Ser más conscientes de la forma en la que recibimos y asimilamos la información, volviéndonos a concentrar constantemente en lo verdaderamente esencial y en su contexto.

b) Volver a una mera observación de la información y de los acontecimientos, sin tener que procesarla conscientemente.

c) Emplear la propia tecnología para resolver la sobrecarga de información que dicha tecnología ha creado.

d) Recurrir, cuando sea necesario, a la desconexión digital, es decir, a la abstinencia –puntual y/o periódica– de las tecnologías digitales.

En sintonía con otros autores (Miller, 2004; Savolainen, 2007; Brown, 2012), nuestra propuesta gira en torno a la importancia de establecer un buen sistema de filtrado de la información, que opere a diferentes niveles. En primer lugar, la persona ha de acotar el foco de su atención, que es continuamente bombardeada por múltiples estímulos cognitivos. Como dice Cory Doctorow (2009), “cada vez que encendemos el ordenador, nos sumergimos en un ecosistema de tecnologías de la interrupción”. Se ha demostrado cómo la sobrecarga informativa afecta a la productividad (Hurst, 2007) y a la memoria (Klingberg, 2009; Niada, 2010) y que la capacidad de la multitarea es, en gran medida, un mito (Crenshaw, 2008). Por eso, la necesidad de cultivar la concentración e ir a la esencia de las cosas, de navegar por el torrente informativo siguiendo lo que Stefania Lucchetti (2010) denomina el “principio de relevancia”, es una habilidad crucial para no sucumbir ante la avalancha de información; más aún, para alcanzar una vida plena (Jackson, 2008; Gallagher, 2009; Smalley y Winston, 2010; Goleman, 2013).

El desarrollo de la atención también ha de orientarse hacia la toma de conciencia de cómo es el propio consumo informativo. Una buena dieta, como propone Johnson (2012), es aquella en la que la persona consume realmente información, no sólo opiniones, en no demasiada cantidad y preferiblemente de primera mano (yendo directamente a las fuentes, evitando intermediarios que puedan distorsionarla). En la misma línea, Delia Rodríguez apunta que frente a los memes (las imágenes, vídeos e ideas “contagiosas” que circulan viralmente por Internet), antes de contribuir a su propagación, debemos “pararnos a pensar, entenderlos, darnos cuenta de quién los ha lanzado y por qué razón, saber por qué han funcionado con nosotros, elegir si queremos extenderlos o boicotearlos” (Rodríguez, 2013: 196).

Una segunda línea de actuación en la dieta digital, íntimamente relacionada con la anterior, es el manejo adecuado de la carga cognitiva. Es el proceso de aprendizaje para ‘observar’ densos flujos de información (como el timeline de Twitter, por ejemplo), en lugar de procesarlos por entero. A este respecto, entre las nuevas competencias que han de tener los usuarios digitales están las de pensamiento estadístico, el análisis y visualización de datos, las habilidades de búsqueda y de filtrado de información veraz y de calidad, la capacidad de síntesis o el pensamiento flexible, ya que –apunta Reig (2013: 43)– “conectar ideas, dar sentido, saber contextualizar los múltiples inputs informativos que recibimos serán aspectos mucho más importantes que acumular información”.

En tercer lugar, y en un plano más técnico y operativo, la dieta digital también ha de contar con herramientas, aplicaciones y software que sirvan para filtrar y gestionar la información que el usuario recibe continuamente a lo largo del día. Es recomendable depurar el listado de fuentes informativas de consulta habitual, intentando reducirlas a un número manejable, según la máxima de que no hace falta conocerlo todo, sino que basta con saber lo importante. Esta tarea, además, requiere por parte de la persona un esfuerzo inicial para pensar cómo aplicarla a sus diferentes flujos informativos: en el correo electrónico (mediante la creación de etiquetas, bandejas de entrada múltiple o filtros según la dirección del remitente), en redes sociales (elaborando listas de usuarios en twitter, círculos en Google+, grupos en Facebook… o agregando el contenido de todas ellas en “magazines” personalizados como Flipboard), en páginas webs y blogs de consumo frecuente (mediante un gestor de RSS como Feedly, Pulse o Leaf), en los dispositivos móviles (configurando las notificaciones push para que no supongan una distracción constante), etcétera. Es también de ayuda, para sobrevivir al superávit informativo del entorno digital, disponer de herramientas como Instapaper, Pocket o Readability, que permiten guardar y clasificar los textos para que el usuario los lea en el momento en que él decida (liberándose así de la “tiranía” de la información en tiempo real). Servicios de gestión de marcadores sociales como Diigo, Evernote o Delicious son muy útiles también para ese fin. Otra gama de software hace posible mejorar la capacidad de concentración, como los procesadores de texto para escribir sin distracciones (Omnwriter, WriteRoom) o las aplicaciones que facilitan la productividad laboral, impidiendo la multitarea o el acceso a la Red (Freedom, StayFocusd).

Por último, la práctica habitual de desconectarse de las tecnologías (5) es un buen remedio contra el “maximalismo digital”, esto es, la extendida convicción de que “la conectividad a través de las pantallas es siempre buena y cuanto más esté uno conectado, mejor” (Powers, 2010: 4). La desconexión constituye el eje de una visión slow de la comunicación (Freeman, 2009; Serrano-Puche, 2014) y su ejercicio ayuda a recuperar la capacidad de atención, pues, como hemos visto, navegar por Internet exige una forma particularmente intensiva de multitarea mental. Gracias a la desconexión periódica se consigue además que los momentos de conexión online sean a su vez más enriquecedores, pues estar atado al flujo incesante de la información, paradójicamente, reduce la productividad y la eficacia. Por otra parte, aunque todavía son escasos los estudios y experiencias documentados sobre desconexión digital (Maushart, 2011; Moeller, Powers y Roberts, 2012; Thurston, 2013), en todos ellos quienes la realizan señalan haber vivido en ese tiempo una sensación de liberación y de paz, una mejor comunicación con sus familiares y amigos cercanos y la posibilidad de tener más tiempo para hacer cosas que habían descuidado. Beneficios que concuerdan con la filosofía slow que sustenta la dieta digital, es decir, conciliar un ritmo de vida adecuado para el hombre con el dinamismo propio de la era de la información. Se consigue así aprovechar del mejor modo posible el potencial de las tecnologías digitales sin perder el equilibrio necesario entre las interacciones online y las que tienen lugar cara a cara; al contrario, enriqueciendo y humanizando la comunicación e información en ambos contextos.

4. CONCLUSIONES

Uno de los elementos característicos del escenario comunicativo actual es la sobreabundancia informativa. Constituye un rasgo distintivo de nuestra era, junto con la cultura de la velocidad. La creciente implantación de las tecnologías digitales y la generalización entre los ciudadanos de los dispositivos móviles con acceso a Internet (smartphones, tablets, etc.) han propiciado, además, que se extienda la idea de que la ‘conectividad total’ es un estado, no sólo técnicamente realizable, sino incluso deseable. Todo ello converge en una situación en la que el ciudadano medio ha de enfrentarse a una ingente cantidad de información, pero a menudo se ve incapaz de digerir ese flujo informativo, de escasa calidad y que le atosiga por múltiples vías y de modo constante.

Precisamente una de las paradojas de la comunicación digital es que el incremento de la cantidad de información no necesariamente implica una mayor calidad en los conocimientos. Como señala Pérez Latre, “hemos construido grandes autopistas de la información, pero nos hemos olvidado de enseñar a conducir. Por eso, con mayor cantidad de datos y noticias hará falta más prudencia y selección. Se refuerza la necesidad de ordenar la información y no precipitarse, buscando evidencias sólidas y acudiendo a las mejores fuentes” (2012: 266). El problema no es tanto la sobrecarga de información, sino un fallo en el modo de filtrarla (Shirky, 2008). De ahí que corresponda a las personas pensar cómo es su consumo mediático y establecer algunas pautas para que ese consumo no derive en una “obesidad informativa”. En este sentido, la propuesta de adoptar una “dieta digital” constituye una práctica recomendable en el contexto de la alfabetización mediática. Ha de articularse en diversas acciones (ser más cuidadosos y conscientes con la forma y cantidad de información consumida, entrenarse para “observar” flujos de información densos sin necesidad de procesarlos, aplicar la tecnología para tratar con la tecnología e incluso recurrir a la desconexión digital periódica) y ha de afrontarse, al igual que las dietas alimenticias, no con carácter privativo, sino como una manera positiva de consumir mejor la información apropiada y de desarrollar hábitos saludables.

 

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THURSTON, B. (2013): “I have left the Internet”. En: Fast Company, july-august, pp. 66-80/104-105.

TREJO DELARBRE, R. (2006): Viviendo en el Aleph. La Sociedad de la Información y sus laberintos. Barcelona: Gedisa.

TOLIDO, R.: “Cómo apaciguar la Tormenta de Información. El impacto de la abundancia de información y las posibilidades que ofrece la tecnología de la información al tratar esta cuestión”. En: VICTORIA MAS, J. S.; GÓMEZ TINOCO, A. y ARJONA MARTÍN, J. B (eds) (2012): Comunicación ‘Slow’ (y la Publicidad como excusa). Madrid: Fragua, pp. 277-314.

TOMLINSON, J. (2007): The culture of speed: the coming of immediacy. Los Angeles: SAGE.

WEINBERGER, D. (2012): Too Big to Know: Rethinking Knowledge Now That the Facts Aren’t the Facts, Experts Are Everywhere, and the Smartest Person in the Room Is the Room. New York: Basic Books.

WHITWORTH, A. (2009): Information Obesity. Oxford: Chandos Publishing.

WURMAN, R. (1989): Information Anxiety. New York: Doubleday.

 


(1) En 2012 se contabilizaban cerca de 2.493 millones de usuarios de Internet en todo el mundo (lo que representa un incremento interanual del 10,7%). Por su parte, había ya más de 6.375 millones de suscriptores de líneas de telefonía móvil (suponen 91,2 líneas por cada 100 habitantes y un crecimiento del 7,6% respecto a 2011). Frente a ello, se constata una tendencia decreciente en el número de líneas de telefonía fija, que era de 1.165 millones en 2012 (ONTSI, 2013). Es clara, además, la propensión entre los usuarios a privilegiar el acceso a Internet a través de los dispositivos móviles, en detrimento del PC tradicional (Nielsen, 2012).

(2) Que la información se haya convertido en commodity, es decir, en algo estandarizado e indiferenciado, de producción y distribución sin coste y que puede proceder de cualquier origen, supone un gran reto para los profesionales de la información y una ocasión de reivindicar su tarea. Como han señalado Nordenson (2009) y Kovach y Rosenstiel (2010) entre otros, los medios deben hacerse indispensables produciendo un periodismo que dé sentido al flujo de información que inunda al ciudadano. Éste no demanda a los medios que incrementen el volumen y la frecuencia de la difusión de noticias. Lo que necesita es que, mediante la producción reflexiva y la explicación de las noticias, le ayuden a convertir la información en conocimientos necesarios para entender el mundo. Para conocer cómo la sobrecarga informativa afecta a otras disciplinas (marketing, biblioteconomía, etc.) confróntese el trabajo de Eppler y Mengis (2004).

(3) Aunque autores tan interesantes como Clay Johnson (2012) optan por hablar de “dieta informativa”, nos parece que el término “dieta digital” enmarca mejor el concepto, pues no alude solamente al consumo de información; sino, de manera más amplia, al tipo de relación que las personas mantienen con las tecnologías digitales (y que ha de ser el objeto de análisis y de posible mejora).

(4) Si bien la noción de tiempo ha ido variando a lo largo de la historia, cabe distinguir desde la Antigua Grecia entre dos concepciones básicas y contrapuestas: lo que denominaban Kairós (el tiempo de los acontecimientos: el momento oportuno, interior, de maduración) y el Cronos (el tiempo que mide los acontecimientos: el tiempo que pasa, secuencial, inexorable). El movimiento slow aboga por una reapropiación del tiempo por parte de las personas, viviéndolo como Kairós.

(5) La implantación de la desconexión digital como hábito frecuente requiere, como ha escrito Daniel Sieberg (2011), de un plan progresivo y articulado en cuatro pasos. El primero consiste en repensar el tiempo diario que la persona dedica a navegar en Internet más allá de lo imprescindible por razón de trabajo, y de qué modo ese tiempo se ha perdido en detrimento de las relaciones familiares y sociales, de actividad física o de horas de sueño. El segundo paso atañe propiamente a la fase de “desintoxicación” (digital detox): la abstinencia en el uso de la tecnología, de manera creciente (empezando quizá por algunas horas, después algún día o todo el fin de semana y retomando paralelamente tareas como la lectura, el deporte o las conversaciones cara a cara). La tercera etapa es la de reconectarse digitalmente, pero partiendo ya de una serie de hábitos saludables –entre otros, fijar de manera estable y periódica los momentos de desconexión– y reasignando a la tecnología el lugar que le ha de corresponder dentro del conjunto de actividades diarias. Todo ello, por último, conduce al desarrollo de una concepción renovada de la comunicación y de la vida digital, de manera que la relación con la tecnología y la relación presencial con las personas fluyan de modo natural y equilibrado.

 


Ámbitos. Revista Internacional de Comunicación, n.24, año 2014, primer trimestre (primavera).