La profesionalización comunicativa: partidos políticos o empresas de comunicación

Antonio Laguna Platero
Universidad Castilla la Mancha


revista-ambitos-22-destacado-02Resumen
En un sistema democrático como en el que nos ha tocado en suerte vivir, donde los destinos de la política penden del viento con que sople la opinión pública,  las organizaciones políticas españolas de referencia han desarrollado su comunicación política de una forma cada vez más profesional, vale decir imitando el mercado. Los efectos de esta tendencia son múltiples y variados, desde la pérdida de confianza de los ciudadanos hasta la desideologización de los partidos políticos, que apuestan por el pragmatismo para justificar que el fin justifica los medios.

Palabras clave
Partidos políticos, comunicación política, elecciones, mercadotecnia, gabinetes de comunicación.

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1. INTRODUCCIÓN

La consulta electoral periódica constituye la piedra angular de todo sistema representativo. Los consultados, a través de su voto, deciden la opción política que asumirá la gestión de sus intereses durante un plazo habitual de cuatro años. Al menos así reza la teoría. Las experiencias de los últimos lustros en el caso español apuntan un divorcio notable entre representantes y representados que evidencia una seria anomalía del sistema democrático. Las hipótesis de tal deriva son varias, pero especialmente nos interesa la que tiene que ver con los efectos de lo que se ha venido en llamar “americanización de la política” (Ramonet, 2002: 36), esto es, supeditar los medios al fin de ganar, implantando una suerte de maquiavelismo similar al que impera en la esfera de lo mercantil. Lo decía Felipe González, cuando utilizaba la metáfora de que no importa el color del gato, lo que importa es que cace ratones; lo reiteraba Rosa Diez cuando recurría al símil futbolístico de que no importa desde que posición se tire a portería, ya sea centro, derecha o izquierda, lo importante es marcar el gol; y lo concluía el propio Rajoy al reconocer que su programa electoral y su acción de gobierno no coincidían por culpa de la realidad.

Nuestra experiencia al frente de la comunicación política del PSPV-PSOE, junto con las investigaciones efectuadas en torno al desarrollo de las estrategias y técnicas comunicativas en el ámbito de la política, nos permite apuntar como posible hipótesis explicativa de la anomalía que implica la pérdida de confianza de los electores o la desideologización de los partidos, la importación de las técnicas competitivas del mercado al mundo de la política. Nos referimos a la constante incorporación de planteamientos comunicativos empresariales al modus operandi de las organizaciones políticas, a la imposibilidad de discernir dónde se diferencia el marketing comercial del político, a la superación del jefe de prensa por el director de comunicación y éste, a su vez, por el  “Community Manager” o “Social Media Manager”. En suma, un proceso de contagio tan intenso entre el mercado y la política que nos lleva incluso a preguntarnos si lo que ha venido en llamarse como modernización, renovación o adaptación de las estructuras de los partidos no es, sencillamente, una profesionalización de la política que confunde organizaciones sociales de interés colectivo con lo que simplemente son organizaciones empresariales.

El tema, así planteado,  adquiere una doble importancia, tanto por lo que conecta con la problemática actual, como por incidir en la aguda relación entre política y economía. Asumiendo la tesis gramsciana de que los partidos son expresiones organizadas de los intereses sociales (Gramsci, 1971: 83-84), colegimos cómo la segunda, la economía,  se impone sobre la primera, la política. Por la economía, vale decir por los intereses que comportaba, la burguesía española configuró un sistema político a su imagen y semejanza, a pesar de los intentos democratizadores del Bienio Progresista de 1854-56 y del Sexenio Revolucionario de 1868-74. Durante la Restauración, y a pesar de la llegada del sufragio universal para los varones de 25 años en 1890, las “expresiones políticas” de esta burguesía protagonizaron la evolución del sistema hasta 1931, utilizando la recompensa económica, ya fuese en forma de fondo de reptiles ya de regalías caciquiles,  como arma de control electoral. Cuando la política se impuso en forma de avances democratizadores, entre 1931 y 1933, poniendo en jaque los intereses económicos de importantes sectores de la burguesía, la respuesta fue imponer la dictadura. Con el cambio operado tras la Constitución de 1978, y que a efectos comunicativos constituyó el regreso de la opinión pública como tribunal dirimente de la política,  la polarización social se fue desdibujando a medida que el crecimiento económico columbró unas clases medias a las que, con más o menos acierto, se les adjudicó la responsabilidad de desequilibrar las contiendas electorales entre izquierda y derecha. Fue en este punto donde las organizaciones políticas mayoritarias o con claras opciones de ganar,  comenzaron a desarrollar una nueva forma de entender la organización política que pasaba, entre otros cambios, por convertir los mecanismos y estrategias de comunicación en el centro de operaciones. Veamos con detalle como fue este proceso.

2. EL PROCESO DE MODERNIZACIÓN

En España, el auténtico desarrollo profesional de la comunicación política en los partidos políticos se inicia, por razones lógicas, con la democracia. Después de una larga dictadura en la que la comunicación se basaba, siguiendo las premisas teóricas de los años veinte, en  dirigir y controlar a un pueblo “infantil e inmaduro” (Bordería, 2000: 21), incapaz de administrar su libertad sin acabar en conflicto, llegamos a una democracia que no tiene prácticamente precedentes en toda nuestra historia contemporánea. Ni las dos repúblicas, ni cualquier otro período anterior había tenido una sociedad en la que los medios de comunicación llegasen a tanta gente y con tantas posibilidades. Ahora estaba la televisión, pero también otras experiencias internacionales y la irrupción del marketing electoral en el juego político. Ahora la batalla política se libra en los nuevos medios  (Herreros Arconada, 1998: 52). De aquí que hoy sea una necesidad para cualquier partido político con incidencia social y con aspiraciones de gobierno, adaptar su actividad y sus discursos a los ritmos y lenguajes de los medios de comunicación. O dicho en otros términos, la planificación política es inseparable de su estrategia comunicativa para “venderla” al mayor número posible de ciudadanos. Por eso, entre los indicadores que definen a la actual comunicación política, el uso de la mercadotecnia ha pasado a ser una herramienta básica en la vida diaria de los partidos políticos y no sólo en las campañas electorales.

Será el Partido Socialista el que, en los albores de la transición democrática, dé los primeros pasos para el diseño de una moderna comunicación política. En concreto, cuando todavía faltaban tres años para la muerte del dictador y de su régimen, Alfonso Guerra ponía en marcha un grupo especializado en comunicación, identificado como ITE, que quedará integrado en la estructura directiva del partido. Para la consolidación de esta iniciativa resultó fundamental  el respaldo de otros partidos socialistas europeos, especialmente los de Suecia, Francia y Alemania, lo que permitió a los integrantes de este grupo de comunicación viajar por distintos países y aprender las técnicas de organización y gestión de campañas electorales. De hecho, “El ITE no sólo organizó las futuras campañas electorales, sino también el primer congreso que el PSOE celebró en España tras la dictadura y la campaña para la Ley de Reforma Política (ambos en diciembre de 1976). Estas ocasiones fueron aprovechadas para dar a conocer las propuestas del PSOE, su líder y un nuevo logo”(Méndez Lugo, 2000: 294).

Una vez ya conquistada la democracia, el PSOE iba a ser con diferencia el partido que más hizo progresar la comunicación política. La UCD estaba demasiado confiada con el control que ejercía de los medios públicos, o demasiado preocupada con sus guerrillas internas. Sin embargo, no parece que esta ventaja en materia de organización comunicativa le permitiera al PSOE, una vez llegado al poder en 1982, diseñar una “adecuada” política de comunicación. Tal y como afirma Julio Feo, la comunicación pasó a un segundo plano frente a la gestión, confundiéndose además los planos entre el partido y el gobierno (Méndez Lugo, 2000: 298). Incluso será en esta época cuando se llegue a criticar la postura intervencionista del PSOE, no sólo en la televisión pública, sino también respecto de la prensa (Cavero, 1991) (Sánchez Rada, 1996). En el trasfondo de esta situación se encuentran hechos tan decisivos para la estructura empresarial del sector como la privatización de los viejos medios del Movimiento, la regulación del espacio radioeléctrico con nuevas licencias de FM o las concesiones de los terceros canales.

Esta creciente crítica, unido al desgaste lógico después de más de una década de gobiernos de la nación, provocó que a mitad de los años noventa fuese el PP el partido que mejor articuló y dotó su política de comunicación. La principal iniciativa del PSOE, después del XXXIV Congreso, sería la creación del DECO (Departamento Electoral y de Comunicación) pero, tal y como afirma Méndez Lugo, primó el análisis electoral antes que la planificación de la comunicación. El PP, por su parte, iniciaba la campaña de acoso y derribo del gobierno socialista orquestando un potente discurso basado en la regeneración y el cambio y resumido en la famosa frase de “váyase, Sr. González”. El diario El Mundo y su denominado “periodismo de revelación”, junto con un nutrido grupo de periodistas adscritos a lo que el semanario El Siglo llamó “El Sindicato del Crimen” y donde destacaba Federico Jiménez Losantos, consiguieron aunar un amplio frente “antifelipista” donde coincidieron dos personajes tan opuestos como Aznar y Anguita (Santos, 1995: 212-14).

Así, pues, si el partido socialista había sido la vanguardia en la modernización de las técnicas de comunicación desde la transición hasta los años ochenta, el Partido Popular lo será a partir de los noventa. Es más, a partir de 1996 podrá aplicar como gobierno sus concepciones neoliberales al mundo de la comunicación. Mediante procedimientos “excepcionales”, especialmente decretos-Leyes, el gobierno del PP abordará el desarrollo de la televisión local o la televisión digital por satélite “evadiendo el debate parlamentado, interviniendo frente a la autonomía editorial y equiparando libertad de antena con capacidad técnica” (Badillo y Moreno, 2004: 96). El resultado será un nuevo mapa mediático radicalmente distinto al diseñado en los años ochenta. Ahora, la desregulación del sector dará lugar a la presencia de los principales grupos de comunicación extranjeros en todos los medios: Bertelsmann, Berlusconi, Hachette, Kirch o Springer. A partir de ahora la televisión comercial será el modelo, sin alternativa.

Esta uniformización de los modelos empresariales es la base de la subsiguiente estandarización de la producción de contenidos dando lugar, independientemente de la emisora o canal que la emita, a una homogeneización creciente de la información que tanto va a influir en la comunicación política del siglo XXI (Reig, 1998). De aquí que los partidos políticos hayan apostado en las últimas décadas por una comunicación política audiovisual, cada vez más elaborada y, por supuesto, nada improvisada. Desde el recurso a la imagen subliminal por muy ilegal que se considere, pasando por el uso y abuso de estrategias creativas para atraer la vista del receptor (encuadres, colores, gestos, vestuarios…), hasta la utilización de todo tipo de estímulos emotivos (desde banderas a retratos familiares), todo es objeto de estudio y hasta de ensayo para lograr el éxito.

3. DE GABINETE DE PRENSA A LOS  DIRCOMS

Los gabinetes de prensa de los partidos han sido los núcleos principales de los cambios experimentados. Para empezar, variaron en composición y funciones. Si en un principio la figura profesional de referencia eran los periodistas, progresivamente se fueron  incorporando expertos en marketing y publicidad para, finalmente, desembocar en la figura del Director de Comunicación como profesional más visible de los nuevos tiempos.  Y en cuanto a medios, el partido ha dejado de ser exclusivamente  una fuente informativa para, con la incorporación  de productoras propias, pasar a ejercer la función de distribuidor de contenidos audiovisuales al resto de medios.

Esta progresiva incorporación de profesionales de la comunicación a la vida competitiva del partido ha sido interpretada por algunos autores como una señal inequívoca de desideologización. Ahora la acción política la marca el  mercado, no la ideología. Y la demanda de ese mercado, fomentada por los medios de comunicación y medida por los sondeos de opinión, sirve de base a las propuestas y a los discursos. De tal suerte que retroceden principios y valores ante el empuje de temas coyunturales de corte populista cuando no demagógico. La consecuencia, medida y advertida, es un deterioro de la función representativa de los partidos, unido a la pérdida de credibilidad y confianza, que se traduce en la volatilidad creciente del electorado y en el deterioro progresivo de la democracia (Castells, 1998: 387). Al menos esto parece apuntar la tendencia norteamericana.

En sentido contrario, el efecto que gana terreno es el de la americanización de la política. Dicho en otros términos, las organizaciones políticas, con independencia de su color, abandonan progresivamente el modelo operativo clásico para imitar cada vez más al mundo empresarial. El resultado más visible es la profesionalización de determinadas áreas de trabajo, tradicionalmente realizadas por la militancia como son la comunicación y la propaganda. “Los agitadores y los propagandistas, al viejo estilo, son desplazados por neutrales especialistas publicitarios, a los que se emplea para vender política impolíticamente” (Habermas, 1981: 242). El resultado, si hubiese que elegir un indicador sobresaliente de cómo la competitividad del mercado ha impregnado también la de la política, sería sin duda  la implantación de la mercadotecnia en la organización, planificación y actuación política de los partidos. Desde las experiencias electorales norteamericanas, los partidos políticos españoles han ido, con mayor o menor celeridad, incorporado el marketing a su práctica diaria, asumiendo plenamente el principio de identificar las necesidades del individuo para ofrecer satisfacción, tal y como sucede en el mundo de la publicidad.

Este planteamiento, además de explicar la teórica desideologización de los partidos a favor de los comportamientos llamados de voto racional o temático, implica asumir algunos de los principios rectores de la mercadotecnia, especialmente el papel de las encuestas como guía de acción y el posicionamiento como elemento competitivo básico. Los programas políticos se adaptan en función de los temas que marcan las encuestas de opinión, multiplicando el pragmatismo en detrimento de los principios y valores. El resultado, según José Miguel Contreras, es que se vende política antes que hacer política: los candidatos se convierten en mercancías donde el envoltorio es más importante que el contenido; las campañas se plantean como meras promociones comerciales y  el electorado se estudia como un mercado más (Contreras, 1990: 39-41).

Sin embargo, la conclusión es extrema. Porque, a pesar de esta identificación entre partidos y empresas -en el sentido de que ambas comparten el fin de “ganar mercado” ya de clientes o de electores-, todavía es mucho e importante lo que las separa. En primer lugar, el partido vive más de las ideas que de los hechos. El partido tiene uno de sus puntales básicos en el importante volumen de ciudadanos que hacen de sus siglas una seña de identidad. Lo avala el hecho de que el peso del voto identitario o fiel, sigue siendo decisivo. Al menos eso es lo que podemos observar en los distintos estudios postelectorales. En el más reciente, celebrado tras las generales de marzo de 2008, el 58’3% de los electores que dieron su voto al PSOE lo hicieron por la identificación con las siglas y sus ideas, mientras en el PP fueron el 43.4%.

En segundo lugar, el partido político –sobre todo, los de izquierda-  está sometido a criterios organizativos y representativos democráticos, siquiera sea teóricamente. Recordemos que en los congresos celebrados a lo largo de 2008 por los dos principales partidos españoles, el 65% de los 350.000 militantes del PSOE votó a sus delegados, mientras en el caso del PP tan sólo participó el 3,67% de sus afiliados en la elección de sus compromisarios. De esta forma, mientras la estructura piramidal de la empresa privada favorece la disciplina y control de la comunicación en todos sus niveles, en el caso del partido -y sobre todo en el PSOE frente al PP- su estructura representativa-democrática dificulta hasta un grado a veces peligroso la unidad de acción de la estrategia comunicativa.

Finalmente, la comunicación integral de una empresa pasa, entre otros factores,  por la reputación de la firma, por la calidad de su producto y por el ambiente positivo de una cultura empresarial que lleva a todos sus integrantes a sentirse mucho más que simple parte de la misma. En cambio, en una organización política, la trilogía básica que define la comunicación política siempre está constituida por el líder –si se quiere, como producto estrella-, el partido –equiparable a la marca- y el programa político que reflejaría el posicionamiento de la organización ante los valores, ideas, actitudes, deseos, aspiraciones… Un posicionamiento que se ubica en los tres planos de la contienda: el ideológico o psicológico, el identitario o sociológico y el racional o pragmático.

De todos modos, nadie duda acerca de las semejanzas que la política guarda con el mundo de la empresa. Ya no se trata sólo de aplicar la mercadotecnia en la campaña electoral, que por supuesto es el elemento central.  Ahora el partido entra en un nivel donde la comunicación interna, los modelos operativos en la gestión del conocimiento, las bases de datos y las redes interfaz a través de Internet,  la profesionalización de los estudios y análisis, la externalización de trabajos de investigación social,  de marketing directo o de diseño, junto con la creciente preocupación por cuestiones como la cultura de la organización o la identidad corporativa, se suman a la tradicional comunicación externa, mediada o directa,  principal práctica comunicativa hasta hace bien poco. Y todo ello bajo la responsabilidad y coordinación de una nueva figura directamente fichada del mundo de la empresa, el DirCom.

La aparición de este nuevo profesional, encargado de la estrategia comunicativa, es uno de los fenómenos más notorios en la vida de los partidos en los últimos años. Se trata de una responsabilidad tan reciente que apenas cuenta todavía con un estatus bien definido, tanto desde el punto de vista del ejercicio profesional como desde el estrictamente formativo. Y no sólo por la breve experiencia que acumula, sino por el eclecticismo que padece: a mitad de camino entre el antiguo jefe de prensa y el más moderno relaciones públicas, sus competencias básicas en el inicio fueron desarrollar la política de relación con los medios y la comunicación periodística. Era, por tanto, un eslabón importante en ese primer estadio que hemos situado entre medios y partidos. Pero, sobre todo, constituía una importación al mundo de la política de una función operativa que desde los años ochenta venía demostrando su eficacia en el mundo de la comunicación corporativa empresarial.

El papel del DirCom empresarial creció en los años noventa del siglo pasado, generando en países como Francia una atención especial por parte de diversos analistas (Tixier-Guichard y Chaize, 1993); (Messika, 1995). Desde el principio constantemente verificado de que la comunicación era una variable estratégica decisiva para el futuro de la empresa, el director de comunicación pasó a responsabilizarse del diseño y coordinación de la comunicación en su conjunto. Ya no era el periodista al uso, ni siquiera el responsable de marketing de siempre. Ahora era ya un experto en comunicación, “estratega, generalista y polivalente”, que pasaba a formar parte de la toma de decisiones en la vida de la empresa y que tenía como objetivo esencial conseguir “una única voz, una única imagen y un discurso único en su diversidad, que permitiese definir la conducta global y el estilo diferencial de la empresa” (Costa, 2001 : 15 y ss).

La centralidad comunicativa, imitando desde lejos el modelo desarrollado por la propia Iglesia en su larga vida, aparecía así como una condición básica para garantizar la sinergia entre los antiguos departamentos de publicidad, de prensa, de comercialización o de marketing, todo en aras a implantar un modelo de comunicación integral, claramente jerarquizado y pautado. En definitiva, el nuevo puesto implicaba “coordinar las distintas actividades de comunicación, conseguir una gestión coherente de las mismas y homogeneidad de los mensajes e implicación de todos los públicos en el proyecto empresarial” (Morales, y Enrique, 2007: 88), lo que es tanto como decir que pasaba a ser responsable de la comunicación, tanto institucional como relacional, de la empresa con los medios, con los clientes, con los organismos sociales implicados y con los actores internos.

Tan alta responsabilidad conllevará, consecuentemente, que la nueva figura pase a formar parte de alta dirección de la empresa.  Es más, el Observatorio Permanente de la Publicidad y el Corporate en España, en su informe anual de 2001, establecía expresamente, como criterio para identificar la nueva figura del DirCom, su participación en el comité de dirección de la compañía con interlocución directa con la presidencia (Enrique, Madroñero, Morales, Soler, 2008: 19)

Esta relevancia orgánica, acorde con las importantes responsabilidades que se le atribuyen, exigirán  de este “estratega, generalista y polivalente” una formación igualmente amplia que le permita dar respuesta a problemas de raíz económica, política, social y comunicativa. Y no parece que, más allá de alguna oferta específica en forma de máster, se pueda encontrar en la panoplia de títulos que definen el currículo de nuestra Universidad una oferta que satisfaga este perfil. Sin embargo, la vitalidad organizativa mostrada por estos profesionales, que se ha traducido en distintas asociaciones de ámbito internacional,  suple la carencia con múltiples ofertas de cursos y seminarios encaminados, básicamente, a definir el papel. Es necesario destacar también que España será uno de los primeros países en aceptar el término DirCom como contracción identificativa de la nueva función comunicativa. De hecho, será en nuestro país donde nazca la primera asociación que agrupe a estos especialistas, ADC DirCom, actualmente presente en distintos foros, tal y como informa su página web en  http://www.dircom.org. Además, el esfuerzo investigador de profesores como Juan Benavides o de inquietos  profesionales como Joan Costa, nos ha permitido tener un primer corpus teórico acerca del papel funcional del DirCom (Benavides Delgado, 1993 y Costa, 2001).

Sin embargo, no sucede así con el DirCom político, cuyas especificidades todavía no han sido objeto de teoría hasta el presente. Muy probablemente debido al desfase con el mundo empresarial, ya que la asunción por parte de los partidos políticos de esta nueva figura no se inició hasta bien entrado los noventa. En concreto sería el PP y Miguel Ángel Rodríguez quien, de un modo práctico, fue cambiando el puesto de jefe de prensa que venía ocupando con Aznar desde 1988, para ser identificado en 1993 ya como Director de Comunicación. En el caso del PSOE, el proceso de incorporación de esta figura fue más tardío. No será hasta la victoria electoral de Zapatero en marzo de 2004 cuando por fin un periodista, en este caso Carlos Hernández, identifique su función con el nombre de DirCom, si bien toda la prensa lo anunció como “nuevo jefe de prensa”.

En la actualidad, ya sea porque  la etiqueta de “jefe de prensa” se identifica “sólo” con ser periodista, ya sea porque la denominación de DirCom se identifica con el rol superior de estratega, la cuestión es que la figura se ha generalizado en todas las organizaciones como si las competencias fuesen las mismas. Y no es así. Entre otras razones porque la responsabilidad del DirCom va mucho más allá de lo que las estructuras orgánicas del partido permiten. Su misión es conocer a fondo la organización, siguiendo el primer paso preconizado por todos los manuales acerca de la comunicación organizacional, lo que exige identificar el“conjunto total de mensajes que se intercambian entre los integrantes de una organización, y entre ésta y su medio”. Esto es, el primer objetivo ineludible es identificar la propia comunicación interna  (Fernández Collado, 1991: 27-31) (Van Riel, 2003). La realidad, por el contrario, es que la comunicación externa no sólo concentra todos los medios y esfuerzos, sino que solapa y diluye a la interna.

Por todo ello, no es difícil constatar cómo la comunicación interna de los partidos, especialmente los de izquierda, presenta serios e importantes desfases con los modelos establecidos en la literatura del ramo. Por de pronto, la llamada “Comunicación de Dirección”,  donde se incluyen las funciones de planificación, organización, mando, coordinación y control, están jerarquizadas por la propia regulación orgánica del partido y, sobre todo, contaminadas por las propias rivalidades entre las distintas fracciones que caracterizan la vida de estas organizaciones, se llamen como se llamen.  Las diferencias, presentadas como una muestra de pluralidad democrática de la organización, se convierten de esta forma en uno de los problemas más serios a lo hora de aplicar el principio básico de unidad de acción. De hecho, ocultar información, discrepar de la selección y jerarquía de actores que representan al partido en los distintos medios y no seguir los guiones establecidos en los planes estratégicos, son  inercias de una cultura corporativa que a todas luces dista mucho de lo recomendado por los especialistas en el tema (Villafañé, 1999; Ramos, 2002).  De aquí que la comunicación interna quede  bajo la dirección y control de la Secretaria Política de Organización, y que el DirCom se encargue, bajo supervisión también política, de la externa.

Sin embargo no parece que pueda que ser de otro modo, habida cuenta que el DirCom era un asesor contratado y el Secretario de Organización un cargo electo por los militantes para ejercer la responsabilidad directiva. Es decir, es la consecuencia lógica si nos atenemos a las diferencias fundamentales que separan una institución pública básica de un sistema político representativo basado en la publicidad y la comunicación, y unas organizaciones privadas que definen el modelo económico de libre mercado.

En consecuencia, a pesar del escaso desarrollo de las competencias de este estratega, el DirCom sería el responsable de elaborar los distintos planes estratégicos de comunicación que definan los pasos a seguir en los cuatro años de tiempo que dura la legislatura. Así, por ejemplo, resulta básico definir  las fases sucesivas que se acometerán en la planificación para lograr los objetivos fundamentales, desde posicionar al líder por notoriedad y valoración, hasta convertirlo en el “candidato de la mayoría”. También será básico proyectar los ejes discursivos de principio a fin, intentando lograr con la reiteración un posicionamiento sólido propio en detrimento de la credibilidad del rival. En última instancia, el sentido de todo este trabajo estratégico se puede resumir en tres objetivos finales: a) conseguir reforzar la identificación de los convencidos con el partido, b) debilitar la identificación positiva con la opción rival y, c) ganar a los indecisos. Y es aquí donde más distancia se puede producir entre posicionamiento tradicional del partido y la política comunicativa que proponga el DirCom. Porque el objetivo de ganar a los ajenos impulsará  la laminación de principios identitarios e ideológicos por propuestas pragmáticas y coyunturales. El fin, una vez más, concentrará toda la atención.

4. TODO POR COMPETIR EFICAZMENTE

El fin de la eficacia justificaría el pragmatismo del procedimiento. Sin embargo, no es posible adaptarse al mercado, incorporar herramientas para poder competir con éxito, si no se tiene claro, primero, que estas  nuevas funciones generan también nuevas necesidades económicas y, segundo, que el alto nivel de especialización que requieren relega el papel histórico del militante a un plano secundario.

Si como señalaba Weber, los políticos se convierten en empresarios que movilizan recursos, financiación, afiliados y votantes, convirtiendo los partidos en burocracias. (Álvarez y Pascual Bueno, 2002: 269), convendremos que hacer política, y además hacerla de forma competitiva, se ha puesto muy caro. Para hacernos una idea más precisa, podemos señalar que cada una de las fases que establece el marketing político a la hora de planificar la acción estratégica del partido, conlleva un importante desembolso. Así, la investigación social, ya sea mediante encuestas cuantitativas o cualitativas, sólo tienen sentido si las realiza una empresa especializada con capacidad para abordar muestras suficientemente representativas. La segmentación subsiguiente requiere de potentes equipos de expertos que sepan cruzar datos de todo tipo para establecer los mapas electorales de las zonas preferentes. A continuación, el plan de comunicación que precisa los objetivos y los medios, debe conjugar múltiples factores para ser viable ya que no es posible definir una estrategia política sino es coherente con el posicionamiento de las siglas, con las posibilidades económicas de la organización o con la coyuntura política en la que se desarrolla. Finalmente, la ejecución del Plan de Comunicación implica un costoso volumen de trabajos  en diseño de mensajes, en creatividad publicitaria, en planificación de campañas, en contratación de medios y en evaluación de impactos. Tal y como señala M. Castells, “la política mediática es una operación cada vez más cara, encarecida aún más por toda la parafernalia de la política informacional: encuestas, publicidad, marketing, análisis, creación de imagen y procesamientos de la información (…) Esta es la matriz de la corrupción política sistémica, a partir de la cual se desarrolla una red en la sombra de negocios e intermediarios” (Castells, 1998: 371)

La práctica política también corrige otra presunción de igualdad apenas destacada en todo proceso electoral, a saber,  que las condiciones para el desarrollo de la comunicación política varían según la posición institucional del partido, según los valores que encarnan las siglas y según la coyuntura económica. Dicho en otros términos, un partido en el poder, cuyo programa político parta de los valores dominantes y que tenga un cierto reconocimiento social como gestor económico tendrá más opciones de éxito que cualquier otro. Comunicar poder, confundiendo siglas e instituciones, convirtiendo cada valor en un eslogan y prometiendo futuro es una receta que concita la atención mayoritaria de los ciudadanos.

Frente a este diagnóstico, se podría contraponer el hecho de que en las dos semanas de campaña electoral, todas las candidaturas tienen garantizado un espacio en los medios públicos, ya sea en los espacios gratuitos de propaganda, ya en los informativos de acuerdo con el grado de representatividad obtenido en las pasadas elecciones. Sin embargo, la comunicación en tiempo electoral, además de tener que competir con el enorme ruido que provocan los aludes de eslóganes y promesas, padece la desventaja de la credibilidad. De aquí el gran debate acerca de la incidencia real que pueda llegar a tener la campaña electoral en las decisiones del voto. Incluso la polémica más reciente, protagonizada por diversas asociaciones de periodistas que en las últimas elecciones europeas de 2009 se manifestaron en contra del sistema vigente de información electoral, reabre el debate acerca del papel que juega el periodista en la comunicación de los partidos políticos.

Pero la campaña electoral es sólo el colofón de un largo trabajo que, como mínimo, el partido desarrolla a lo largo de toda la legislatura. Y no olvidemos que, mientras la campaña electoral recibe la correspondiente subvención del Estado de acuerdo con los resultados obtenidos, el trabajo político restante depende únicamente de la economía del partido. Al menos si se está en la oposición. Porque si se gobierna, la situación es muy distinta. La posibilidad de pasar del marketing político al institucional, cuando no la tentación de utilizar los recursos públicos para fines partidistas, es la diferencia sustancial. La experiencia del PP en la Comunitat Valenciana a lo largo de los tres lustros de gobierno autonómico, es todo un paradigma en este sentido. En primer lugar, se produce una constante confusión entre las siglas del partido y los símbolos identitarios de todos los valencianos.  De la misma manera, las instituciones  de gobierno se convierten en tribunas desde las que difundir mensajes políticos partidistas, en clave populista o victimista. Incluso la institución pública de radiotelevisión se convierte en una herramienta de propaganda al servicio del partido bajo la dirección del otrora Jefe de Prensa del President Camps. Las instituciones también son plataforma idónea para establecer todo tipo de relaciones con las organizaciones sociales, con la posibilidad de vincular las subvenciones a cambio de apoyos al partido. A continuación, la administración pública ofrece amplias posibilidades de colocar un ejército de asesores y colaboradores que  confundirán, con toda probabilidad, el trabajo institucional con el del partido. Finalmente -y los tribunales están llenos de casos- está la tentación de que la empresa que trabaja para la institución lo haga también de forma gratuita  para el partido (Laguna, 2011: 200).

5. CONCLUSIONES

No hay duda de que la política, tanto en sus fines como en sus medios de comunicación,  está mediatizada por la forma y modo en que se desarrolla la competencia, tal y como acabamos de ver. El problema es si también está afectando a la equidad de los resultados. Si como en el fútbol el equipo con más dinero es el que más probabilidades tiene de ganar la liga, en política el partido político con más medios y recursos es el que más posibilidades tiene de ganar las elecciones. Las tramas de corrupción destapadas en los últimos tiempos en Madrid, Valencia o Mallorca, constatan cómo algunos partidos no dudan en recurrir a fuentes ilegales de financiación electoral en la confianza de que así tendrán más opciones de ganar. Porque la comunicación política se ha puesto, a día de hoy, muy cara. Y  no sólo por la producción y emisión de mensajes electorales, sino por la organización del entramado operativo que desarrolla la estrategia comunicativa, así como por la capacidad competitiva que tenga el rival principal en el escenario mediático de la confrontación.

En consecuencia, para precisar la viabilidad de una estrategia comunicativa es preciso conocer las coordenadas que sitúan el mapa de la competencia entre los actores políticos. Porque nuestra hipótesis de partida, en el sentido de que en el estadio histórico en el que nos encontramos la mercantilización lo ha impregnado todo y que  la política en todas sus manifestaciones ha quedado marcada y redefinida por el mercado reinante, creemos que ha quedado suficientemente corroborada. De esta forma, empresas y partidos han pasado a compartir muchas de las herramientas que la economía y la sociología han desarrollado para el estudio de los mercados/ciudadanos. Entre ellas, además de la mercadotecnia, la emergente figura de Director de Comunicación es compartida de forma desigual por ambas instituciones tal y como ya se viene estudiando  (Martín Martín, 1997: 35-38), (Enrique, Madroñero, Morales, Soler, 2008: 40-41)

De igual forma, los medios de comunicación, antaño cuarto poder e instrumentos de fiscalización del mundo de la política, hoy más que nunca –sobre todo en este clima de recesión que nos sacude-  han quedado inmersos en este mundo del mercado, haciendo del beneficio económico su máxima vital. La transmisión social de la política, vale decir la propia visión final que los ciudadanos recibirán de lo que es la política, queda de esta forma condicionada por las exigencias de un mercado que, más allá de cualquier consideración neoliberal, sólo se rinde ante el valor del beneficio.

La conclusión constata una realidad más o menos asumida en términos generales, esto es, que la competencia electoral, como la mercantil, ni es perfecta ni se produce entre iguales. Ni es perfecta por las normas que regulan los procesos electorales y los sistemas de adjudicación de representantes; ni lo es por las desigualdades manifiestan en las que compiten las distintas opciones políticas. Pero tampoco lo es por la contradicción que se opera de forma progresiva entre los valores dominantes, los que impone el neoliberalismo reinante en esta sociedad de mercado, con los tradicionalmente defendidos por la socialdemocracia. Defender el individualismo económico, la bajada de impuestos, la privatización de los servicios, el debilitamiento de los sistemas de protección social o el fin de los subsidios por desempleo, son planteamientos políticos antiguos de la derecha que crecen cada vez más en nuestra sociedad alentados por los valores que transmiten una buena parte de los contenidos de las industrias culturales de masas. Si a ello se le une la crisis de lo público que sacude nuestras instituciones frente al valor de la eficacia y austeridad que acompaña falazmente a lo privado, empezaremos a colegir las bases de la profunda crisis que sufre la socialdemocracia como alternativa política.

El resultado es que los valores que priman el individualismo, el consumo y la posesión como meta vital, o la competitividad y el triunfar sin importar los medios, se han expandido de forma generalizada mientras se mantuvo el crecimiento económico. De hecho, existe una importante corriente de pensamiento que pronostica un progresivo conservadurismo de la sociedad a medida que avanza el bienestar y la riqueza, lo que provoca un aumento del voto útil frente al ideológico (Montoso Romero, 2007: 52-57). Por ejemplo, se cita como clave el que  los antiguos votantes de izquierda que se abstienen o pasan a votar al PP, son identificados como pertenecientes a clases medias donde  pesa más la evaluación que la ideología, donde se valora más la gestión que las siglas (Belén Barreiro, 2002: 200). De aquí que, cuando se pregunta qué opción política es la más capacitada para gestionar y gobernar como razón de voto,  la opción conservadora gane de una manera tan notoria a la progresista. Finalmente, esta progresiva pérdida de fidelidades en el voto, especialmente por parte de la clase obrera respecto a las opciones de izquierda, confirmaría la dificultad de precisar los intereses sociales concretos que representa cada partido. De aquí que en la actualidad, frente al antiguo esquema de dividir a los partidos en función de los sectores sociales que decían representar, o frente a la tesis de Gramsci que veíamos al principio,  se imponga con fuerza el concepto de Otto Kircheimmer de partido “atrapalotodo”, aspirante a ser el representante de todos los ciudadanos  (Soler Sánchez, 2001: 37). En todo caso, el paralelismo es fácil: para “atraparlo todo”, esto es ganar la mayoría del mercado, la condición básica es la misma que marcó la irrupción de la industria de masas; consiste en ofertar un producto de consumo masivo (programa-líder), presentado por una publicidad-propaganda científicamente planeada para ganar. Porque de no conseguir el triunfo, sólo cabe la dimisión.

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Ámbitos. Revista Internacional de Comunicación, n.22, año 2013, primer semestre.